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lunes, 29 de abril de 2013

Biografía Sr Chinarro

Biografía Sr Chinarro: "Por"


BIOGRAFÍA

I
Por los pasillos del instituto vi a un tipo con un Rock de Lux y un Ruta 66 bajo el brazo. Llevaba unas Martens, era y es alto, no parecía andaluz, no lo es, no sé dónde anda. Se apellida Béjar, es primo del de Destroyer y de otro cantautor llamado Nacho Béjar. Es catalán, el del dos caballos de El Lejano Oeste. Le pregunté si quería tocar en un grupo. Tocaba la guitarra, se veía a leguas. Ventura, otro catalán emigrado al sur (hay gente para todo), no ensayaba con la frecuencia que creía yo oportuna por entonces, así que Los Sensibles y Suicidio Premeditado pasaron a la historia, a esta historia. Las demás pueden esperar. Ventura y yo habíamos ahorrado al mismo tiempo para comprarnos unos instrumentos Fender, unos Squier de los que hacían en los noventa en Japón. Ya conté en un Rock de Lux cómo un compañero de clase, Gelo, medio patrocinó mi inmersión en las procelosas ondas del rock comprando para mí en el recreo el pastel al que yo renunciaba por el bien de la hucha y mi futura Stratocaster. Le juré que no acabaría en el armario. La vendí tras la grabación del primer disco largo, porque decidí no tener banda nunca más. Pero no lleguemos tan rápido a 1994. Back to 1987: aprendí a poner los acordes fundamentales siguiendo las instrucciones de un libro que fotocopié, un libro que Ventura pidió prestado a un tipo que se denominaba a sí mismo “El joven rockero”, al que un hermano encontró inconsciente en el suelo de su habitación. El joven rockero se había golpeado con el amplificador de guitarra, que cayó desde una estantería mientras su propietario emulaba a sus héroes de la guitarra ejecutando un solo. Por entonces decidí que jamás haría solos de guitarra. Una promesa incumplida más. Bastaría con no dar tirones a los cables. Ventura con su Precission Bass y yo con mi Stratocaster nos hicimos una sesión de fotos (diapositivas, no recuerdo por qué) en los alrededores de la vieja estación de tren de San Juan de Aznalfarache, un edificio ya restaurado que por entonces era eso que hoy mi hijo llamaría “casa de fantasmas”. Mi camiseta de Echo & The Bunnymen, adquirida en El Corte Inglés, el look siniestro de Ventura, las malvas y los jaramagos recién criados, y el buen trabajo como fotógrafo de Torres, otro compañero de clase, nos dieron las imágenes que todo grupo necesita para serlo, del mismo modo que los fantasmas necesitan trucos de la mecánica cuántica o de otra naturaleza para manifestarse. Inevitablemente las novias se colaron en algunas fotos, como primer paso para hipotéticas giras gastronómicas y vagamente pornográficas, un paso que aún no podían dar, porque está muy feo creer que una novia puede ser la última en un viaje que nunca hace más que empezar, y así lo hacía y lo hago ver. Carloto, otro del instituto, conocía a Los Bastos, un grupo musical incalificable de San Juan que ensayaba en el pasaje Nogonsa, unos locales situados en un pasillo lóbrego y sucio que separaba dos edificios entre los que cada rayo de sol entraba por su cuenta y riesgo. Los instrumentos nuevos fueron nuestro salvoconducto. Nos dejaban entrar en los ensayos de Los Bastos a cambio de prestar los Squier cuando llegaba la hora de las pachangas, el momento de la improvisación, de la jam session. Odio esto de las jam sessions. Debe de ser porque veíamos cómo las cuerdas se nos oxidaban con ese sudor de barrio obrero que todos allí desprendían. Yo no corrompo las cuerdas por mucho que sude. Entiendo que a lo mejor soy un fantasma. Me gustaba ir con náuticos y polos Lacoste a ver si me hacían un hueco o el vacío. Les demostraba que era más punk que el más punk de ellos, el Kapote, que al poco nos mostró respeto por lo mucho que nos gustaba el Psychocandy, el disco de The Jesus And Mary Chain. Los Sensibles nació como la banda que tocaba en el local cuando Suso, el jefe de Los Bastos (un compositor con talento), se ausentaba con sus excusas. Suso ya no vivía en Sevilla, y eso era un problema para su banda sevillana. También estaban en el local El Bate y los diarreas. El Bate hizo al poco Los Hébridas, que cambiaron el punk por el pop en cuanto la chica, la novia del bajista, Sandra, agarró el micro. Acabaron en Elefant Records. Morato, el organista de Los Bastos, empezó a cantar con Ventura y conmigo (tiene una voz magnífica, el  Morato, aunque nunca faltaba quien le gritase que volviera al Farfisa, su órgano). El Kapote se sentó a la batería. Mari Luz, mi novia de entonces, la primera, se empeñó en tocar el teclado. No lo hizo mal. Años después tocó con Arancha en Pequeñas Cosas Furiosas, que grabaron para Acuarela. Qué cosas. El caso es tocar. Amiga de Mari Luz era la novia de Ventura, responsable siempre de los retrasos de Ventura en nuestras citas para ensayar. Una tercera amiga de ellas era novia de El Sevilla, el de Los Mojinos Escocíos, Miguel Ángel por entonces, que tocaba la armónica con Los Sudakas en el otro local de ensayo de San Juan, en el que acabaríamos todos. En la fiesta de fin de curso del instituto, en 1988, Los Sensibles tocaron por primera y última vez. A Forest, Seventeen Seconds, una de The Cramps y una mía, la moruna, la primera, una en SI menor en obstinato. Hasta Suso, el jefe de Los Bastos, reconoció que nosotros, los novatos, habíamos soñado mejor. No había que ensayar tanto. Solo saber qué había qué tocar. Pensarlo primero, aprenderlo y tocarlo después. El resto de misterios, para los fantasmas. No obstante, había llegado la hora de tener un grupo para mí, no para Los Bastos o Las Novias. No me gusta compartir, a qué negarlo. Ventura es hoy el bajista de los MIDI puro, un buen grupo que, de momento, no tiene la suerte que merece. Cuando esté muriéndome y me pregunten por mi vida en bandas de pop rock, recordaré en primer lugar, si no en exclusiva, las reuniones en las habitaciones, en la mía, la de Ventura o la de Emilio Losada, entonces en Peñasko, allá en Tomares, cerca de San Juan, en la periferia de Sevilla y olé, con samples caseros hechos en el casete de doble pletina marcando el ritmo, el teclado que hacía sonar una corriente de aire generada por un ventilador, la guitarra de palo hecha trizas que me regaló mi abuela por la primera comunión, la que usaba como papelera cuando las primeras pajas no mentales, aquella versión del Close To Me que grabamos, o los desvaríos de Suicidio Premeditado con Llatas y Tinoco, los otros dos que, con Ventura y conmigo siempre leían en la clase de taller de literatura. Brígida también leía. Qué buena estaba, Dios. ¿Por qué no le pregunté si sabía tocar?
Ventura y yo nos distanciamos. Era como si fuese a casarse. Lost. Entonces conocí a Béjar;  llevaba las revistas y las botas, recuerdo. Morato se sentó a la batería y Jesús Franco, uno que iba al local del Kapote a recibir pateos, otro del Mateo Alemán, el instituto, se compró un bajo. Le dije a Franco que su compra no me obligaba a nada. No vi bien que le llamaran El Cerdo y le gustara. Lo vi algo más patoso tocando que Ventura. Podía arreglarlo yo diseñando líneas de bajo muy sencillas, pensé. Por lo menos no tenía novia absorbente. Ni de ningún otro tipo. Béjar y yo éramos de los adosados, de moda entonces, y Morato y Franco de las casas del pueblo. Habíamos dejado atrás el punk y la gente de barrio, aunque por algún tiempo los cuatro fuimos a ensayar todavía al pasaje Nogonsa. Teníamos sitio de sobra en casa de Béjar y en el garaje de la de mis padres cuando se iban a la playa. Pero nos faltaban amplificadores. Creo que fue en la primavera del 89, en la terraza del Bar Talavera, en San Juan, donde nos pusimos de nombre The Chinarros. Un nombre horrible que al poco cambié por Sr. Chinarro, en cuanto me puse a cantar. Al principio cantaba Béjar. A mí me gustaba improvisar desarreglos con la guitarra eléctrica y dar instrucciones a la base rítmica, es decir, montar la canción de turno. Qué sencillo es ahora con las tabletas. Hasta escribir parece más sencillo de lo que es.


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